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El último día (cuarta y última parte)

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Hubo mucho silencio después del combate. Me preguntaba donde estarían los demás, por qué no habían ido en nuestra ayuda y si el motivo por el que no contamos con su auxilio no se debería a que los orcos los habían ultimado a ellos también, lo que explicaría además la quietud a mi alrededor. Sentí pena por Frodo, por Merry, por Pippin, por todos… inclusive por mí, un guerrero al servicio de su patria que había defraudado a todos y que no pudo cumplir con ninguna de las misiones recientemente encomendadas. Estaba al borde de la muerte y sentía que toda mi vida había sido un rotundo fracaso y quise llorar, pero no tenía lágrimas. No sabía si Frodo vivía o no, pero quizás el Anillo habría sido recuperado por el Enemigo y todo se sumiría en tinieblas y Minas Tirith quedaría arruinada y ya no habría más luz ni belleza en el mundo. El horizonte se oscurecía por completo y lo único que quedaba por hacer era aguardar a que todo acabara lo más pronto posible para no prolongar el sufrimiento.

Inesperada, aunque tardíamente, apareció ante mí Aragorn. Me confortó saber que al menos él seguía con vida, pues era un guerrero valiente que había guiado bien a la Comunidad a partir de la caída de Mithrandir en el puente de Khazad-dum. Me sentí en un principio receloso de su persona por reclamar el título de heredero al trono de Gondor, cuando yo no estaba bien seguro de que fuera el legítimo descendiente de Isildur, además de que no confiaba en que pudiera afrontar la responsabilidad tan grande de gobernar a mi pueblo. Pensaba en que un simple montaraz no podría estar emparentado con los antiguos y gloriosos señores de Gondor, pero no  es bueno fiarse de las apariencias, ya que aprendí que éstas ocultan a menudo la verdadera  personalidad de quien las lleva. Aragorn  demostró ser no sólo un buen capitán de la Comunidad, sino también alguien digno de ser coronado como rey de Gondor y aún me siento orgulloso de haber marchado a su lado. Incluso en esos momentos me enorgullecía tenerlo cerca de mí, a pesar de que hubiera preferido contar con su presencia minutos antes de la batalla y así hubiéramos triunfado. Él se acercó a mí y le informe que se habían llevado a Merry y a Pippin además de que le confesé, arrepentido y sin poder ocultárselo más, lo que quise hacer con Frodo. Su mirada era compasiva  e irradiaba el perdón que tanto necesitaba sentir. Quise decirle todo lo que pensaba y mis temores, pero un manto negro me cubrió la vista, mi voz se quebró y mi vida se extinguió.

Así fue el último día de mi existencia, y así acabaron mis días, aunque este relato todavía ha de proseguir un poco más. Después de mi fallecimiento aparecieron Legolas y Gimli, los cuáles acordaron junto con Aragorn que lo mejor sería darme una sepultura en el río, ya que contaban con pocos recursos para hacer uno terrenal. Trasladaron mi cuerpo inerte con sumo respeto y la depositaron en una de las barcas que se nos obsequiaron en Lothlórien a nuestra partida de ahí y, a su vez,mis amigos la transportaron río adentro hasta los rápidos del Rauros, donde la soltaron y la dejaron ir. Navegué de esa manera por todo el curso del Aunduin y, en cierto punto, mi estimado hermano Faramir encontró la barca con mi cadáver y confirmó que en verdad había muerto, pero la corriente me llevó todavía más allá hasta que desembocó en el Mar, el cuál se convirtió en mi última morada definitiva. Por otro lado, mi espíritu arribó a las Estancias de Mandos, en donde todos van al morir. Mi deceso causó dolor en quienes me apreciaron, y en vida cometí muchos errores, pero no he fracasado, como llegué a pensar antes de morir; porque también logré grandes hazañas que pocos pueden presumir, lo que es significativo. Ahora sé que Frodo cumplió su Misión y que Aragorn ocupó el trono que tanto merecía. La Oscuridad se acabó, y Gondor es mejor de lo que yo siempre pensé que podía ser. Ya no siento ningún pesar: mi cuerpo está en los dominios de Ulmo y mi espíritu se halla en completa paz. No puede haber nada mejor para alguien como yo.

El último día (tercera parte)

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Al volver con el resto de la Comunidad, ellos ya se habían percatado de que no los acompañaba y me preguntaron si durante ese tiempo había visto a Frodo. Quería ser sincero, pero mi corazón resentía lo ocurrido hacía poco y no deseaba que los demás perdieran la confianza en mí, al igual que el Portador, si se enteraban de lo que había hecho. Les contesté que, efectivamente, lo había visto y que lo había instado a que me acompañara a Minas Tirith, a lo cual obtuve una negativa de su parte y yo me enojé con él y me marché. No mencioné que me le había ido encima y que intenté quitarle en Anillo; únicamente dije que me molestó el que no aceptara mi propuesta y que luego de alejarme de donde nos encontramos vagué un rato por los alrededores. Mi respuesta dejó conforme a la mayoría de la Comunidad, pero Samsagaz, el Mediano que fungía como sirviente de Frodo, me miró receloso y supe que no me creía, al menos no por completo. Me sorprendió la suspicacia que alberga aquella pequeña raza del Norte, pues ya eran dos Medianos que habían intuido algo raro en mí, tanto en mis palabras como en mis intenciones. De pronto, sugirieron ir en busca del Portador, ya que este no había retornado y el tiempo concedido para su solitaria reflexiónhabía expirado. Nos dividimos en varios grupos que se dirigieron hacia diversas direcciones para agilizar la búsqueda. Samsagaz se fue con Aragorn y yo me propuse acompañar a Merry y Pippin, los “hobbits” más jóvenes. Estos, empero, se apresuraron a buscar a su compañero desaparecido y se me escabulleron como peces en el río. A pesar de tal cosa, decidí permanecer cerca de ellos por si llegaban a necesitar mi ayuda.

No podía sobrellevar la congoja que me había invadido. Me arrepentía infinitamente de mi precipitado proceder y deseaba que Frodo apareciera para, frente a frente, suplicar su perdón. En esos momentos de cólera había estado dispuesto incluso a terminar con su vida con tal de arrebatarle aquél valioso objeto y llevar a cabo mis propósitos. El recordarlo me estremecía de pavor y me llenaba de un agobiante pesar que atormentaba mi ya de por sí afligida mente. Lamentaba tanto haber atacado al Portador como si se tratara de una bestia del Enemigo y no como a quien juré proteger en Imladris hacía tanto tiempo. Sin embargo, todavía me sentía desesperado por el destino de mi patria, el cuál pintaba más que adverso al no llevarse a cabo mi plan. Ya no podía contar con llevar el Anillo a Minas Tirith después de haber agredido a Frodo y mis esperanzas de salvar la Ciudad Blanca por medio de dicha arma se habían desvanecido. Le pedí perdón al Portador interiormente, pero hacía lo mismo con mi bien amado pueblo por haber fallado en mi misión de impedir que se cumpliera un funesto porvenir. Creía vislumbrar el rostro de mi padre con un semblante de amplia decepción y lo escuchaba lamentar la oscura suerte que pronto se cerniría sobre nosotros. También me oía a mí mismo disculpándome ante todos y repitiendo una y otra vez que había hecho todo lo que estuvo a mi alcance para evitar que el Mal terminara por dominar toda la Tierra Media. En los rostros que me pareció ver no había más que desilusión, tristeza y malestar; si acaso algo de compasión hacía mí por mi insistencia de salvar Minas Tirith y mi maldito fracaso. No sabía que me dolía más, si mi desleal e impulsivo ataque hacia Frodo o la idea de que para Gondor ya no habría un mañana al no haber conseguido el Anillo.

De pronto escuché ruidos de pisadas próximas y de gritos, lo que me sacó de mis cavilaciones y me trajeron de vuelta a la realidad. Pensé en Merry y en Pippin y en que podría estar en dificultades. Me dirigí hacia donde provenían los alaridos y vi a ambos medianos en encarnizada aunque dispareja lucha contra docenas de orcos. Decidí auxiliarlos para que no fueran abatidos por aquellos engendros malignos  y entré en combate. No iba a dejar que salieran de eso solos al no haber posibilidad de que lo hicieran airosos y sin tener mucha experiencia en el manejo de espadas. Tal vez intervine porque inconscientemente deseaba redimir la mala acción contra Frodo y no podía realizarlo de mejor manera que con esos dos amigos que había traído consigo desde su lejano país y que ahora se hallaban en serios apuros. Abatí a varios orcos, pero éstos nos sobrepasaban incalculablemente. Me percaté pronto de que yo solo no podía con todos y pedí ayuda tocando mi cuerno. El llamado fue sonoro y vibrante y creía que los miembros restantes de la Comunidad lo oirían y vendrían en nuestro auxilio pronto… pero ninguno de ellos se hizo presente y únicamente acudieron más de esas abominables bestias. Repentinamente empezaron a surcar el aire flechas lanzadas por los orcos y, antes de que pudiera ver siquiera de qué dirección salían, una de ellas se incrustó en mi carne. No supe que había sido alcanzado por éstas hasta que vi una de ellas clavada en mi costado y percibí un lacerante dolor. Pero esos infames no contaban con que para acabar conmigo se requería más de una sola flecha y, aún herido, continué con el enfrentamiento y mi espada atravesó a infinidad de arcos hasta que más flechas cayeron sobre mí y terminaron por derribarme. La última se alojó en mi pecho y en ese instante supe que no me quedaría mucho tiempo de vida. Mis fuerzas menguaron por el duelo y caí al suelo, incapaz de seguir peleando. Los orcos capturaron a Merry y a Pippin, que no pudieron darles batalla por su cuenta y sólo pude quedarme ahí, mirando impotente cómo se los llevaban. Entristecido por lo que consideré un fracaso más, me saqué una de las flechas encajadas en el pecho para no tener ese ornamento de orcos cerca del corazón. Luego me recargué en un árbol cercano y me puse a esperar… (continuará)

El último día (segunda parte)

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Yo no quería que destruyeran el Anillo y se los hice saber desde el primer momento. En el Concilio expliqué mis razones para no hacer eso y las maravillosas probabilidades que teníamos de salir victoriosos si utilizábamos el Daño de Isildur contra su dueño. Sin embargo, se me mencionó que la opción que yo proponía no era considerable ni la más apropiada, alegando que cualquier cosa buena obtenida gracias al Anillo se transformaría en Mal. Yo no dije más, pero me enojó el que ni siquiera la hubieran tomado en cuenta como cualquier opción de las tantas que surgieron en esa reunión. De inmediato y sin más, determinaron que lo mejor era llevar esa poderosa arma a Mordor y tratar de acabar con ella sin ninguna seguridad de poder lograrlo y sólo alentados por vanas esperanzas ¿Por qué consideraron que ese era el único camino que habría de seguirse? ¿Por qué no escucharon más a fondo lo que iba a sugerirles? ¿Por qué Frodo prefería más bien encaminarse en un arrebato de locura con el Anillo hacia la morada del Enemigo y ofrecerle la impensable oportunidad de recuperar su más potente arma para que luego volviera a tenerlo en su poder y sumiera en tinieblas a la Tierra Media sin tener más opción que morir peleando por nuestra gente o convertirnos en esclavos? ¿Por qué el encargado de resguardar el Anillo era una criatura diminuta no podía soportar siquiera una visión cercana de Mordor y a quien dicho objeto nunca habría llegado a sus manos de no haber sido por una infeliz casualidad? Todo eso era una gran duda en mi mente que pesaba cada vez más, y a mi parecer, aquella situación era muy injusta y pensaba que el Anillo debió haber sido mío.
Fue por todo aquello que me había decidido a evitar lo que consideraba una insensatez y hacer lo que creía era lo mejor: llevar el Anillo a Minas Tirith, ya fuera convenciendo mediante la palabra a Frodo de que era lo menos peligroso y lo más prudente; o ejerciendo la fuerza en contra de este para apoderarme de su carga si lo que obtenía era una negativa. Ya estaba decidido y habría de realizarse ese día en Amon Hen, pues ese sería el día en que habríamos de arribar antes de dirigir nuestros pasos hacia Mordor o hacia Gondor. Si hubiera pospuesto mis planes para otra fecha, probablemente la Comunidad habría deliberado ir hacia los dominios del Señor Oscuro y, ya encaminados hacia allá, hubiera sido más complicado llevar el Anillo con o sin el consentimiento de su Portador hacia Minas Tirith que si lo hubiera hecho en esa que sería nuestra última parada en todo lo que llevábamos de travesía. Con este panorama, ya tenía resuelto lo que tenía que hacer y, pasara lo que pasara, no iba a dar ni un paso atrás.
La Comunidad se sentó a analizar la situación por la que nos hallábamos para tomarla en cuenta y determinar el rumbo que nos convenía seguir. Frodo, todavía indeciso, pidió un momento a solas para pensar claramente y ver si así lograba tomar una decisión; lo que le fue concedido. El Mediano se alejó rumbo a las profundidades de Amon Hen, lo que consideré como algo propicio para llevar a cabo mi plan. Aproveché un momento de distracción de mis compañeros para escabullirme poco a poco de ellos y dirigirme hacia donde el Portador había ido. Nadie notó mi ausencia hasta poco después. Busqué a Frodo por un rato y lo encontré sentado en una roca meditando sobre el destino que seguiría. Al parecer, sintió que me hallaba presente ahí porque volteó repentinamente hacia donde estaba como si esperara encontrarse con alguien. Cuando me descubrió, yo comencé a hablarle a hablarle en tono conciliador y me le acerqué al tiempo que le comentaba acerca de lo urgente de nuestro estado y la necesidad de una buena decisión. Él me miraba desconfiado, como si intuyera lo que iba a hacerle. Yo le mencioné acerca de mi país y de mi ciudad, de los golpes que le iba asestando el Enemigo mientras yo estaba lejos., de la ayuda que requeríamos y del poder que alcanzaríamos mi pueblo y mi persona si conseguíamos obtener un arma con la cuál derrotaríamos a Sauron sin sacrificar vidas. Dije que si podía utilizar aunque fuera un poco dicha arma ya no habría más pesar para mi gente y todo mal quedaría atrás, y para ello habría que ir a Minas Tirith para darle un buen uso a esa cosa y no arrojarla de inmediato al Orodruin, desperdiciando una oportunidad única de vencer para siempre al Señor Oscuro.Esto último no salió de mi boca, sólo lo pensé mientras platicaba con el Mediano e intentaba convencerlo de ir conmigo a la Ciudad Blanca. Mis palabras sonaban tan ciertas y las razones que exponía parecían tan razonables que no dudé que mi interlocutor pronto habría de ceder ante mi petición.
Pero Frodo no se dejaba convencer. Su mirada era recelosa y rechazaba cualquier motivo que le diera para ir a mi lugar de nacimiento. Le ofrecí darle un buen consejo de mi parte y, neciamente, la declinó alegando que el corazón le advertía estar prevenido. Negó que el miedo que decía experimentar fuera su buen sentido que se le revelaba, como yo había sugerido. Y sobre todo, insistió en que la Misión debía llevarse a cabo y que destruiría el Daño de Isildur a pesar de lo que otros dijeran. Aquello me molestó ya que el Mediano redundaba en lo mismo que otros presentes en el Concilio, quienes no habían contemplado la opción que yo propuse. Estaba al límite de mi paciencia y me dispuse a darle al Portador una última oportunidad de que me entregara la Carga por la buena. Le palmeé el hombro amistosamente para que creyera que no tenía malas intenciones y recuperara algo de confianza en mí, mientras me dirigía a él con frases dulces. Con lo que no conté fue que no pude controlar el temblor de mi mano producido por la ansiedad que me invadía. Frodo lo notó, se apartó de mí y ya no quiso escucharme. Le grité autoritariamente y apretó el paso alejándose de mí. Junto con él veía marcharse una nada despreciable oportunidad de victoria absoluta sobre el Enemigo y un maravilloso provenir para Gondor. Ante mí aparecieron imágenes de orcos devastándolo todo, guerreros altivos cayendo muertos, gente llorando amargamente y Minas Tirith envuelta en fuego y convertida en ruinas.Con cada paso que el Mediano daba, esas visiones amenazaban con convertirse en una terrible realidad. Me sentí desolado ante la idea de que eso llegara a pasar y deseé poder evitar esas penalidades a mi pueblo. Fue por ello que opté por quitarle el Anillo a Frodo, en un desesperado intento por ver cumplido mi deseo de salvar a Gondor de la desgracia y alejar aquellos horribles pensamientos de mi cabeza. Volví a hablarle con amabilidad para poco después acercarme a él velozmente y atacarlo. Sin embargo, Frodo interpuso en mi camino la piedra en la que previamente se había sentado y, ante mis ojos, sacó el Anillo y se lo deslizó en el dedo, desapareciendo por completo. Estallé en ira tan pronto ocurrió eso y lo maldije a él y a sus compañeros de la misma raza. En eso estaba cuando tropecé con una raíz de árbol y caí al suelo. No fue sino hasta ese momento en que me arrepentí de mi proceder y le pedí perdón a gritos sin saber donde esta aquel a quien había agravado. Tarde me llegó la culpa y, sumamente apenado, regresé con los demás…(continuará)

El último día (primera parte)

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Ese día iba a ser el día. Ya lo había decidido y nada ni nadie impedirían que diera marcha atrás con mi propósito. Sí, ese día lo llevaría a cabo y apenas podía contener la emoción que me producía la idea de que pronto habría de hacerlo. Por fin, después de tanto tiempo y esfuerzo, mi más grande, pero también secreto deseo se cumpliría y ya no habría más llanto ni sufrimiento para mi pueblo. Todo eso quedaría en un pasado oscuro y tenebroso del que pocos se acordarían ante un brillante futuro en los que seríamos libres de la Sombra y donde la abundancia y la prosperidad serían constantes en los que serían mis dominios. Esa era una visión hermosa que regocijaba mi corazón y me alentaba a continuar con mi plan de ese día.
Después de una larga y fatigosa jornada de diez días de recorrido a través del Río Grande, al fin tocamos tierra en la isla de Amon Hen y resolvimos permanecer en el citado lugar para reponernos del viaje y tomar una decisión final concerniente al destino que habríamos de seguir luego de donde nos hallábamos. No se había resuelto si marcharíamos rumbo a la horrorosa tierra de Mordor, que era donde debíamos dirigirnos para deshacernos del Daño de Isildur, cumpliendo la misión que se le había encomendado al mediano Frodo Bolsón durante el Concilio de Elrond, celebrado en Imladris; o si iríamos a la majestuosa Minas Tirith, de la cual yo provenía y a la que quería regresar para verla de nuevo. Tengo que confesar que quería que la Comunidad a la que yo pertenecía me acompañara de vuelta a la Ciudad Blanca no sólo para que pudieran contemplar su grandeza y esplendor; que eran destellos de lo logrado alguna vez por los Grandes Señores de Númenor en su reino durante sus años de gloria y de los cuáles mi gente desciende, sino también para cumplir el deseo de mi querido padre de que el Anillos Único llegara a mi patria y poder utilizarlo en contra del Señor Oscuro. Él creía que si lo obteníamos y usábamos en contra de aquél que lo había forjado en los fuegos de Orodruin, le infringiríamos una poderosa derrota de la cual no podría reponerse y entonces Gondor conseguiría un poderío y una magnificencia sólo equiparables a Oesternesse en la cúspide de su reinado. Estaba fervientemente convencido de ello y me implantó sus ideas al respecto de tal manera que yo también creí que si atacábamos a Sauron con un arma tan poderosa tendríamos la victoria asegurada.
Yo trataba de persuadir a mis compañeros de que lo mejor que podíamos hacer era tomar el camino hacia mi tierra y permanecer un tiempo ahí antes de ir a Mordor para poder defenderla de las ofensivas del Enemigo. Ciertamente algunos sí deseaban que nuestro destino fuera Minas Tirith, pero Frodo, el Portador del Anillo y quien más me interesaba que se dirigiera a mi lugar de nacimiento con su carga, parecía indeciso acerca de la dirección que habríamos de tomar; y eso me molestaba. Mordor era un sitio repulsivo y despreciable a la que nadie con cordura osaría dirigirse a no ser que fuera siervo del Señor Oscuro y tenga sus mismos negros propósitos. Minas Tirith, en cambio, era la más hermosa, altiva y admirable ciudad en el Oeste de la Tierra Media que se erigía como un permanente recuerdo de la gran Númenor ahora sepultada bajo en Mar. No entendía el por qué no se había decidido a dirigirse hacia mi amadísima Ciudad Blanca si cualquiera lo hubiera hecho sin dudarlo siquiera ¿Qué era lo que le impedía decidirse por Minas Tirith? No lo sabía, y eso me irritó porque tal cosa parecía indicar que el Mediano era débil de carácter y temeroso.
No creía que Frodo pudiera llevar a cabo la difícil empresa asignada, ni aún con el auxilio de ocho compañeros. Con tan sólo mirarlo mis suposiciones parecían confirmarse, ya que quién podría pensar que un simple Mediano proveniente de un casi olvidado país en el Norte, que nunca había salido de los límites de este y que contaba con una apariencia y constitución frágiles sería capaz de acarrear sobre sus hombros una tarea tan riesgosa como la de llevar el Anillo único a través de tantos lugares en los que ya nadie podía sentirse seguro. Ese “hobbit”, como se hacían llamar sus congéneres, no encajaba con el prototipo de persona que se consideraba la apropiada para semejante misión: un poderoso y magnifico guerrero elfo o humano que pudiera enfrentarse contra un ejército de orcos en compañía de sólo unos cuantos y que a base de puro esfuerzo y lucha, llegaría al Monte del Destino y ante la mirada del Ojo de Sauron, arrojaría el Anillo a la rugiente lava y entonces el Mal se acabaría para siempre. Ese prototipo claramente concordaba más conmigo, Boromir de Gondor, que con ese Mediano, con la diferencia de que yo no hubiera entrado a Mordor para destruir el Anillo, sino que desde Minas Tirith lo habría usado para darle un devastador golpe al Señor Oscuro y a sus huestes malditas sin necesidad de ir a la Tierra Tenebrosa. Después de esto, pensaba, habría un panorama luminoso en el que ya no habría que temer y Gondor sería inimaginablemente poderoso… (continuará)